El lenguaje de la Realidad

Este blog se ha creado para recordar el atentado que sufrió la Universidad de Navarra el 30 de octubre del 2008. Los textos son de los alumnos de Filosofía del Lenguaje que han querido reflejar en ellos su repulsa del atentado, sus razones y también sus sentimientos.

sábado, 27 de diciembre de 2008

Nunca podré olvidar

Marta Pérez Cruzado

Me desperté sobre las 9.30 de la mañana. Media hora no era suficiente para conseguir llegar a la primera clase de Teoría del Conocimiento, impartida en el Edificio Central de la Universidad de Navarra. Hace poco me han operado del pie izquierdo y me cuesta caminar. Desayuné, me duché y me preparé para la siguiente hora. Vivo en Iturrama. Había amanecido un día nublado, lluvioso y frío, como de costumbre en esta época del año en Pamplona. A mí me gusta más el calor, el sol. Y menos días tristes, como yo los llamo, seguramente porque vengo de Andalucía, de Huelva, y allí estoy acostumbrada a eso: aprovechar el calor y la luz del sol para coger fuerzas que me animen a seguir. Hacía dos semanas que no asistía a clase por culpa de la operación y por fin el jueves 30 de octubre iba a volver a la facultad. Cogí los bártulos, el mp4 y me dirigí al campus. No me crucé con mucha gente pero la verdad es que tenía una cierta alegría. Iba contenta. ¿Por qué no estarlo? Normalmente no es que no lo esté, pero con el frío, el pie malo y la caminata hacia la universidad la cosa cambia. Avancé por los senderos que existen en medio del césped. Con mi música alta y cantando bajito. Observando todo lo que había a mi alrededor: el verde del campo, los árboles con su peculiar color otoñal, un perrito que paseaba junto a su dueño y a algún que otro alumno que entraba o volvía de su jornada. Nada me podía hacer pensar que en pocos minutos esa sensación de bienestar nos iba a ser arrebatada a todos los que ocupábamos el mismo edificio.

Entré en la facultad. Saludé a algunos de mis compañeros que bajaban a descansar y subí junto a dos chicas de mi clase en el ascensor a la segunda planta, donde se encuentra mi aula, la número 37. Allí comenzamos a hablar. Macarena, la delegada de clase, me puso al día sobre los trabajos y exámenes que había las próximas semanas. Eran las 10.59 cuando dijimos de entrar a clase pues estábamos en el rellano esperando a comenzar. Fui a coger un sitio para sentarme, tranquila y serena, segura del suelo que pisaba, con el abrigo casi puesto todavía… Pero no había separado aún la silla de la mesa cuando se oyó un grandísimo estruendo. Nada parecido a lo que yo hubiera podido oír antes. Me quedé impactada. Sólo sentía una fuerte confusión. No sabía qué estaba pasando. De repente el suelo empezó a moverse. Todo temblaba: las paredes, las mesas, las personas… En ese momento ví el miedo en los rostros de quienes se hallaban junto a mí.
También sentí el mío. Nunca había tenido esa sensación de no sé que. Pensé que el suelo se abriría, que el fuego entraría por las ventanas, que algo terrible ocurría. Salimos todos de clase. Al lado de mi aula están los cuartos de baño. Procedentes de ellos se escuchaban grandes porrazos. No me di cuenta hasta que mi compañera Maca entró y sacó a una mujer muy angustiada: se había quedado encerrada en un retrete y ¡gracias a Dios! De haber estado en la zona del lavabo los cristales podrían haber acabado con ella. Las ventanas del edificio central se habían partido. Había mucho humo. Todo me recordaba a lo que solía ver en la tele. Pero esta vez no podía controlar mis sentimientos: nerviosismo, pánico, temblor, taquicardia y mil cosas que no sabría explicar se apoderaron de mi. Por unos momentos permanecimos refugiados entre los gruesos muros del edificio, lo más alejados de las ventanas. Fue entonces cuando una señora vino para decirnos que debíamos salir del lugar cuanto antes. La gente no hablaba. Hablaban sus ojos: en sus miradas se podía ver la incomprensión hacia personas capaces de cometer un acto tan terrible contra jóvenes que se dedican a formarse y prepararse para vivir. Salimos a la puerta de la facultad. Allí había mucha más gente que también vivió la explosión en el edificio central. Ya se encontraban en el lugar la Policía Nacional, ambulancias, personas heridas. Sentí mucha lástima, compasión. Y odio hacia esas personas que en ese mismo instante estarían celebrando con risas y vino el «éxito» de su trabajo. ¡Qué sangre fría!: celebrar el agobio, la angustia de tantos estudiantes y sus familiares, que por unos momentos no sabían si sus hijos, hermanos o amigos estarían bien. Cuando alcé la vista para contemplar lo que había a mi alrededor vi más heridos. Cortes en las manos y brazos y gestos de preocupación. La zona de oficinas estaba ardiendo y el humo no cesaba. Nos concentramos en las inmediaciones del edificio un centenar de personas. Pero por desgracia no había acabado todo: la policía comenzó de pronto a gritar y correr, dándonos a entender que allí estábamos en peligro ya que podía estallar otra bomba. El miedo y el desconcierto fueron a más. Todos salieron a correr, a chillar. Y yo tuve que hacer lo mismo arrastrando mi pierna mala y con mucho temor. En escasos minutos la situación había dado un giro de 180 grados. En ese instante, en contraste con mi llegada a la facultad, mis pensamientos eran de catástrofe y dolor. Quería que todo acabase.

Pasadas las horas, a las 8 de la tarde, seguía viviendo lo ocurrido. Aún hoy lo vivo cada minuto, cada segundo, cuando pongo la cabeza en la almohada y veo las imágenes guardadas en mi mente. Vuelvo a estar tranquila y serena pero creo que nunca podré olvidar.

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