El lenguaje de la Realidad

Este blog se ha creado para recordar el atentado que sufrió la Universidad de Navarra el 30 de octubre del 2008. Los textos son de los alumnos de Filosofía del Lenguaje que han querido reflejar en ellos su repulsa del atentado, sus razones y también sus sentimientos.

sábado, 27 de diciembre de 2008

Un día inolvidable

No me esperaba nada, pero, por otra parte sabía que tenía que pasar algo. Tengo que reconocer que fuera de mi casa, fuera de la burbuja que es Greenwich, CT, nunca me he sentido seguro. Siempre que entro en una habitación me fijo en cuantas salidas hay. Si pasa algo, ¿por dónde puedo salir? Supongo que será por todas las películas de guerras que he visto y, bueno, como en parte soy estadounidense, a veces exagero un poco. Voy a poner un caso muy sencillo. Cuando entré por primera vez en el Colegio Mayor Belagua me di cuenta de que no hay salida de escape. Si hay fuego en las escaleras principales, ahí nos quedamos. Es de estas cosas que esperas que nunca te pasen, pero, como vimos el 30 de octubre, todo es posible.

La mañana del 30 de octubre de 2008 fue como cualquier otro día. Mi día empezó con Teoría del Conocimiento a las diez en el Edificio Central, concretamente, en el aula 36. Después de la primera hora de clase baje al bar, el famoso Faustino, porque ahí estaba un profesor amigo, y como tenía que quedar con él ese día aproveché el descanso para hablar con él.

¡Boom! Las ventanas vibraban violentamente y vi humo negro salir de lo que me parecía ser una de las torres del Central. Lo primero que pensÈ fue: ¡bomba! Lo siguiente fue, que si querían matar a más gente explotaría otra. Vi la reacción de otro profesor y noté que él también estaba pensando lo mismo. Salí corriendo. Me alejé de todos los coches y de todos los edificios, pensando que igual podría darse otra explosión. Saqué mi móvil para llamar a mi hermano. No sospechaba que le hubiera pasado nada, porque como tiene clase en Derecho, la probabilidad de que estuviese pasando por el aparcamiento del Edificio Central eran mínimas. Le llamé. La llamada no entraba. Vuelta a llamar. Igual resultado. Pero al mismo tiempo que llamaba recibía los mensajes AVISAME de movistar. …l me estaba llamando. Conclusión: esta bien. Cuando por fin entró la llamada, me dijo que estaba en la explanada de la biblioteca. Fui corriendo hacia él y, aunque suene sentimental, nos dimos un fuerte abrazo, que, aunque breve, fue de los m·s emocionantes que nos hemos dado. No es que nos demos abrazos todos los días, pero como viajamos mucho siempre nos damos un abrazo de despedida. Fuimos al Edificio de Derecho a coger sus cosas y subimos hacia el cercano barrio Iturrama de camino al piso de un amigo. Llamé a casi todos mis amigos y, gracias a Dios, estaban bien. Al llegar al piso, encendimos la tele, vimos un poco las noticias y al rato nos pusimos a jugar a las cartas. Bajamos al Colegio Mayor Belagua a eso de las nueve menos cuarto. Cene, recé el rosario, ofreciéndolo por las almas de los terroristas, y me fui a la cama. Al día siguiente fuimos a clase como si nada. Era otro día normal y corriente.

Unos días después del atentado me senté y medité sobre lo que había sucedido, sobre cómo había reaccionado. Empecemos con mis primeras reacciones. Después de oír la bomba salir corriendo; corriendo sin haber pensado en nadie, ni siquiera me di la vuelta para ayudar a unos amigos de primero que tenía ahí. Tenía un objetivo, sobrevivir, salir del edificio. Al salir del edificio pensé, como es natural, en mi hermano. Paremos aquí también. De alguna manera sabía, o mejor dicho, no me esperaba, que mi hermano estuviera ahí. Sabiendo esto y después de hablar con él no paré a pensar en mis amigos que seguÌan ahí. Ni en mis amigos de cuarto que sabía que tenían clase cerca de donde explotó la bomba. ¿Se puede ser más egoísta? En parte temo la respuesta, pero tal vez estoy siendo demasiado duro conmigo mismo. En el capítulo séptimo del libro tercero de la Ética a Nicomaquea, Aristóteles define la cobardía y la valentía. "Los temerarios son, ante el peligro, precipitados y lo desean, pero ceden cuando llega; los valientes, en cambio, son ardientes en la acción, pero tranquilos antes de ella." Pues entonces, aunque me cueste aceptarlo, según Aristóteles, soy un poco cobarde. Pero reconocerlo es el primer paso para corregirme. Por otra parte, no recuerdo, o por lo menos en el momento no lo parecía, haber parado a pensar. Todo pasó muy rápido. Creo que la valentía se define como alguien que ante una situación de peligro, como puede ser la guerra, toma la decisión, libremente, de luchar. Toma una decisión, elige. Esto implica usar la razón y reflexionar sobre el tema presente y el hecho de que sea libre es lo que lo convierte en decisión. Si no, sería un acto involuntario. No me culpo del todo por haber salido corriendo, pero sé que me hubiera gustado reaccionar de otra manera.

Quizás lo más importante de toda esta experiencia es que me ha hecho plantear mi vida de otra manera. Hay quienes dicen que cada día se debe vivir como si fuera el último. A primera vista, no estaba en nada de acuerdo con este dicho, porque me parece que si vivimos así toda nuestra vida, ésta acaba siendo a corto plazo. No cabe, dentro de este modo de ver la vida, un plan de vida. Tener un plan de vida llamo a aquellas metas que nos proponemos cumplir a lo largo de la vida. Después del atentado me replantee la vida, hice una lista de las cosas m·s importantes en mi vida. La primera ante todo es Dios. Si lo más importante en mi vida es Dios, entonces todo lo que hago debe ser con vistas a Èl. Por tanto, si quiero vivir cada día como si fuera el último, lo tendría que hacer mirando a Dios. Es decir, hacerlo todo teniendo en cuenta que ese día puede muy bien ser mi ·ltimo, y si esto fuera el caso, me gustaría morir mirando al cielo. Esto es quizás la conclusión más importante que he sacado en toda mi vida y si tenÌa que explotar una bomba para que me diese cuenta, así sea.

Nunca podré olvidar

Marta Pérez Cruzado

Me desperté sobre las 9.30 de la mañana. Media hora no era suficiente para conseguir llegar a la primera clase de Teoría del Conocimiento, impartida en el Edificio Central de la Universidad de Navarra. Hace poco me han operado del pie izquierdo y me cuesta caminar. Desayuné, me duché y me preparé para la siguiente hora. Vivo en Iturrama. Había amanecido un día nublado, lluvioso y frío, como de costumbre en esta época del año en Pamplona. A mí me gusta más el calor, el sol. Y menos días tristes, como yo los llamo, seguramente porque vengo de Andalucía, de Huelva, y allí estoy acostumbrada a eso: aprovechar el calor y la luz del sol para coger fuerzas que me animen a seguir. Hacía dos semanas que no asistía a clase por culpa de la operación y por fin el jueves 30 de octubre iba a volver a la facultad. Cogí los bártulos, el mp4 y me dirigí al campus. No me crucé con mucha gente pero la verdad es que tenía una cierta alegría. Iba contenta. ¿Por qué no estarlo? Normalmente no es que no lo esté, pero con el frío, el pie malo y la caminata hacia la universidad la cosa cambia. Avancé por los senderos que existen en medio del césped. Con mi música alta y cantando bajito. Observando todo lo que había a mi alrededor: el verde del campo, los árboles con su peculiar color otoñal, un perrito que paseaba junto a su dueño y a algún que otro alumno que entraba o volvía de su jornada. Nada me podía hacer pensar que en pocos minutos esa sensación de bienestar nos iba a ser arrebatada a todos los que ocupábamos el mismo edificio.

Entré en la facultad. Saludé a algunos de mis compañeros que bajaban a descansar y subí junto a dos chicas de mi clase en el ascensor a la segunda planta, donde se encuentra mi aula, la número 37. Allí comenzamos a hablar. Macarena, la delegada de clase, me puso al día sobre los trabajos y exámenes que había las próximas semanas. Eran las 10.59 cuando dijimos de entrar a clase pues estábamos en el rellano esperando a comenzar. Fui a coger un sitio para sentarme, tranquila y serena, segura del suelo que pisaba, con el abrigo casi puesto todavía… Pero no había separado aún la silla de la mesa cuando se oyó un grandísimo estruendo. Nada parecido a lo que yo hubiera podido oír antes. Me quedé impactada. Sólo sentía una fuerte confusión. No sabía qué estaba pasando. De repente el suelo empezó a moverse. Todo temblaba: las paredes, las mesas, las personas… En ese momento ví el miedo en los rostros de quienes se hallaban junto a mí.
También sentí el mío. Nunca había tenido esa sensación de no sé que. Pensé que el suelo se abriría, que el fuego entraría por las ventanas, que algo terrible ocurría. Salimos todos de clase. Al lado de mi aula están los cuartos de baño. Procedentes de ellos se escuchaban grandes porrazos. No me di cuenta hasta que mi compañera Maca entró y sacó a una mujer muy angustiada: se había quedado encerrada en un retrete y ¡gracias a Dios! De haber estado en la zona del lavabo los cristales podrían haber acabado con ella. Las ventanas del edificio central se habían partido. Había mucho humo. Todo me recordaba a lo que solía ver en la tele. Pero esta vez no podía controlar mis sentimientos: nerviosismo, pánico, temblor, taquicardia y mil cosas que no sabría explicar se apoderaron de mi. Por unos momentos permanecimos refugiados entre los gruesos muros del edificio, lo más alejados de las ventanas. Fue entonces cuando una señora vino para decirnos que debíamos salir del lugar cuanto antes. La gente no hablaba. Hablaban sus ojos: en sus miradas se podía ver la incomprensión hacia personas capaces de cometer un acto tan terrible contra jóvenes que se dedican a formarse y prepararse para vivir. Salimos a la puerta de la facultad. Allí había mucha más gente que también vivió la explosión en el edificio central. Ya se encontraban en el lugar la Policía Nacional, ambulancias, personas heridas. Sentí mucha lástima, compasión. Y odio hacia esas personas que en ese mismo instante estarían celebrando con risas y vino el «éxito» de su trabajo. ¡Qué sangre fría!: celebrar el agobio, la angustia de tantos estudiantes y sus familiares, que por unos momentos no sabían si sus hijos, hermanos o amigos estarían bien. Cuando alcé la vista para contemplar lo que había a mi alrededor vi más heridos. Cortes en las manos y brazos y gestos de preocupación. La zona de oficinas estaba ardiendo y el humo no cesaba. Nos concentramos en las inmediaciones del edificio un centenar de personas. Pero por desgracia no había acabado todo: la policía comenzó de pronto a gritar y correr, dándonos a entender que allí estábamos en peligro ya que podía estallar otra bomba. El miedo y el desconcierto fueron a más. Todos salieron a correr, a chillar. Y yo tuve que hacer lo mismo arrastrando mi pierna mala y con mucho temor. En escasos minutos la situación había dado un giro de 180 grados. En ese instante, en contraste con mi llegada a la facultad, mis pensamientos eran de catástrofe y dolor. Quería que todo acabase.

Pasadas las horas, a las 8 de la tarde, seguía viviendo lo ocurrido. Aún hoy lo vivo cada minuto, cada segundo, cuando pongo la cabeza en la almohada y veo las imágenes guardadas en mi mente. Vuelvo a estar tranquila y serena pero creo que nunca podré olvidar.

viernes, 19 de diciembre de 2008

Atentado

The jolly joker

Esta mañana salí para clase como siempre... es decir, tarde. Fui caminando. Llegué a mi edificio de destino, el Central de la Universidad de Navarra, por el parking, y escuchando tranquilamente Nightwish (¿o era System of a Down?), pasé por delante de un Peugeot blanco. Claro que no me di cuenta, porque iba a lo mío.

Como no iba a interrumpir la clase, me senté fuera, en el pasillo, y me puse a ver vídeos de ballet en YouTube con el portátil. Estaba eligiendo la música para un baile. En cuanto salieron, me trasladé tal cual a una mesa del aula.

A las once en punto vi que el profesor entraba en clase y pensé “vaya, tendré que quitarme los cascos”... pero por suerte no lo hice, y dirigí una última mirada de despedida a la bailarina de la pantalla, mientras una agradable melodía de “El Corsario” resbalaba por mis oídos. En ese preciso instante, la pantalla vibró cual si fuera líquida, y la música desapareció como por ensalmo. Las ventanas se abrieron de golpe, como si un dragón invisible hubiera penetrado furioso a través de ellas. Por una décima de segundo pensé “vendaval”, pero el sordo rugido que lo acompañó, y la llamarada (redonda, bullente) que subió junto a la ventana desmintieron esa peregrina idea. Tembló todo de tal manera que no sabría distinguir entre el ruido en mi cabeza o el terremoto en mi cuerpo. Sonido y movimiento, todo era lo mismo, un apocalipsis sordo, que se sentía más dentro que fuera. Vacío.

A estas horas de la noche todavía les pitan los oídos a mis compañeros. A mí no. Yo no oí lo que ellos oyeron. En mis oídos había música silenciosa.

Antes de que mi mente reaccionara, ya me temblaba todo el cuerpo. Tal vez nunca perdió la convulsión de la explosión. Tras un segundo de desconcierto e inmovilidad, como somos así de inconscientes, todos corrimos a la ventana. Gateé por la mesa sin darme cuenta de que estaba enchufada al ordenador por los cascos, que saltaron por sí solos, con tal de ver algo por encima de las cabezas de los demás. Pensé que había sido un accidente, que tal vez un coche había explotado o se habían chocado dos de ellos. Así de rodillas, estirando el cuello vi una humareda negra y llamas que subían, pero antes de que pudiera siquiera enfocar alguien gritó: “¡podría haber otra!”. Entonces caí en la cuenta, nebulosamente, de que podía ser algo realmente maligno y peligroso.

Inmediatamente salimos todos hacia la salida. Por el camino, pasé por delante de mi sitio e instintivamente bajé la tapa de mi portátil, a pesar de abandonarlo atrás, como para protegerlo de otro estremecimiento como el anterior. Ya en la puerta, vi como un compañero regresaba a por sus cosas, y pensé "¡una mierda!" y volví. Metí el portátil, los cables y el paraguas, el abrigo y la bufanda en la mochila de golpe. Me puse especialmente nerviosa tratando de desenchufar al cable de la pared. No cedía, y yo me quedaba en clase. Di un último tirón y salí escopeteada.

Una vez en el pasillo nos quedamos parados, sin saber muy bien qué hacer. Nos sentíamos más seguros, y la gente se iba calmando, así que me tomé la molestia de ponerme el abrigo y la bufanda y reordenar mi mochila. Entonces oímos ruidos en el baño contiguo a nuestra aula. Golpes repetitivos. Creí que las ventanas, también abiertas, estarían batiéndose.

Abrí la puerta, y barrió miles de cristalitos minúsculos. Las ventanas no estaban abiertas. Habían reventado, y la metralla de cristal había llegado al otro extremo. Los golpes continuaban. Eran en una de las cabinas, había una señora encerrada. Un compañero abrió la puerta a patadas, mientras otra le daba instrucciones a la mujer de apartarse. Cuando salió, estaba totalmente conmocionada, al borde de una crisis nerviosa. Le ayudamos a caminar un poco y luego se dirigió a su despacho.

También el profesor estaba bloqueado. Sin que fuera apenas audible, incluso sugirió que esperásemos un poco a ver si se podía reanudar la clase. Luego supe que a ese profesor tuvo que llevárselo la policía, porque estaba en estado de shock. En ese momento apareció otra profesora por las escaleras y nos gritó que corriéramos a la otra ala del edificio y lo evacuásemos. No nos hicimos de rogar. En unos minutos estábamos en el vestíbulo.

Fui saludando a las personas que conocía, como para hacerles ver que estaba bien, y que me alegraba de que también lo estuvieran. Una no me contestó... estaba sentada en un banco mirando al infinito, ausente. Distinguía a mis compañeros de clase al correr, pero entonces me di cuenta de que había una chica que no había visto en ningún momento. Le busqué por todos lados, pero finalmente desistí al ver la desbandada de gente que nos dispersaba. Una vez fuera, me giré ante la cara de horror de una compañera y vi por primera vez la enorme columna de humo negro. En ese preciso instante fui consciente por primera vez de lo que había ocurrido. Una bomba. Una bomba. ETA.

Me di cuenta de que tenía el móvil sin batería, así que mandé un mensaje a mi madre tranquilizándola, el cual nunca llegaría por barrido inhibidor de ondas de la policía. Nos hicieron correr al otro extremo del campus, y de ahí volví rápidamente a casa para tranquilizar a todos. Mi familia estaba angustiada, porque no sabían nada de mí. Conecté el móvil, y empecé a llamar a todas las personas que lo habrían encontrado apagado. Una amiga me cogió llorando, pensando que me había ocurrido algo. Llamaron otras muchas personas de primeras. Hice algunas perdidas. Me llamó un compañero de la cuadrilla diciendo que estaban juntos, y que sólo faltábamos dos por localizar. Una era yo. La otra, esa compañera a la que yo no había visto. Le tranquilicé, le dije que estaba en clase pero la había perdido. En ese momento me lo creí. Sabía que no había habido heridos en mi clase. Lo que no sabía era que ella no estaba en el aula.

Me quedé mirando las noticias como embobada y atendiendo y haciendo llamadas toda la mañana. Supe así que mi compañera estaba en la cafetería en el momento de la explosión y había salido directamente, sin recoger el móvil ni nada de la clase.

Quedamos toda la cuadrilla por la tarde para vernos. Yo había estado hablando con mi madre. Creo que fue entonces cuando fui, poco a poco, realmente consciente de lo que había ocurrido. De que habían detonado ochenta kilos de explosivos bajo mi ventana. La cual por suerte se había abierto en lugar de explotar. Que los muros de piedra de sillería de medio metro de grosor nos habían protegido. Que habían explotado los cristales blindados de edificios relativamente lejanos, y los cristales de muchas casas de fuera del campus. Que había una treintena de heridos leves, 17 de ellos temporalmente ingresados. Que había amigos y amigas mías, y otros conocidos, que habían escapado a la muerte por 100 metros de camino, por haber pasado antes, por evitar la lluvia y el frío, por haber decidido pasar por otro lado, por haber salido de su despacho (destrozado) al baño.De que habíamos sido víctimas de un atentado brutal, y teníamos suerte de estar todos ahí reunidos. Me sentí feliz de tenerlos a mi lado. Y también comprendí, como si nunca antes le hubiera visto, que no podíamos amedrentarnos, aunque luego caminásemos por la calle hechos una piña, contra nuestra costumbre, como si nos persiguieran. Comprendí que la universidad, las universidades, tenían que hacer frente común y seguir adelante. Porque nosotros somos el futuro.

XXI

The jolly joker
A veces, hay tantas cosas que escribir que no se sabe por dónde empezar. Hace más de una semana que explotó la bomba en la universidad, pero aún se notan sus efectos. Yo, al menos, sigo convaleciente de la intoxicación que sufrimos el miércoles pasado a causa de unos gases retenidos después del incendio (a causa, al parecer, de ciertas sustancias que había en la propia bomba).

No me gusta la política, ni mucho menos la prosa sin literatura, pero creo que por una vez voy a hacer una excepción para escribir sobre todo lo que he estado reflexionando. Algo va mal, rematadamente mal. No sé si es por la misma democracia que mató a Sócrates, o porque todavía no hemos aprendido a utilizarla bien. No hay un modelo ideal, pero están en nuestras manos mejorar en la medida de lo posible el que tenemos. No quiero decir que el terrorismo sea un error de la democracia, ni mucho menos. Pero sí que lo jóvenes de ahora dejamos pasar la vida sin darnos cuenta, entre televisión, ordenador, y juerga. No nos importa demasiado la política porque no tiene nada que aportarnos.

Y tal vez por eso tenga que explotar una bomba para recordarnos que la política no es simplemente ese juego de ideologías que se ha venido desarrollando en los últimos tiempos. Para los antiguos griegos, era la ciencia para organizar una buena sociedad, como lo es la ética para una buena vida. Cada época tiene sus movimientos y pensamiento propios, y los únicos capaces de crearlos y sacarlos adelante son aquellos que viven en esa misma época. Por eso, los jóvenes de ahora tenemos en nuestras manos cómo sea la sociedad del futuro. Nadie dijo que fuera fácil, o que se pudiera lograr la perfección. Lo que es seguro es que no podremos hacer nada tirados en el sillón.

Durante el último siglo, tal vez, algo más, dos grandes ideologías se han ido pasando la pelota de la sociedad, mal resumidas en derecha e izquierda. Cada una de ellas cumplió su función en su momento, buenas, y desvelaron sus horrores en sus extremos, ambos. Sin embargo, ahora sólo son dos idearios desfasados que sólo sirven para ser arrojados los unos contra los otros. Sus militantes se aferran a ellos como a un estandarte sin tener en cuenta que su lucha ya no vale su guerra.

La modernidad en la que se gestaron ha cambiado radicalmente; el mundo que conocemos nosotros no es el mismo de nuestros padres o abuelos, y en esta generación, esto es especialmente patente. Estamos en una época de crisis, no económica, sino ideológica, porque no hemos sabido adaptar los viejos modos de pensar a nuestra nueva dinámica de vida. Hemos perdido todos nuestros valores por el camino. (Tal vez por eso tienen en parte un nuevo sentido fenómenos como las tribus urbanas). Es necesaria una renovación, algo realmente nuevo que comience de cero y olvide por fin el viejo mundo bipolar. Una anideología. Sobre su contenido, aún queda mucho por andar, pero algo es seguro, es hora de levantarnos y recordar quiénes somos, y qué libertad tenemos derecho a soñar.

Cinco minutos, no más

Anónimo


Sólo cuando el mal se nos acerca demasiado reacciona el Estado del bienestar. Cuando se nos acerca un poco más de lo tolerable, cuando rompe nuestras ventanas o hace estallar un coche en nuestro párking. Hasta entonces ese mismo mal había hecho estallar muchas ventanas y muchos coches y, todavía más, había acabado con casi mil vidas humanas. Pero, incluso habiendo causado tanto dolor, nos quedaba lejos. La sociedad acomodada de nuestros días se ha vuelto indolente. Pasa por alto la mirada de los negros hacinados en los cayucos, los bebés abandonados en el Congo y el pobre de la puerta de la iglesia de al lado. El otro día pensé que los ricos, (donde nos podríamos incluir), no son mala gente. Al contrario, son educados y divertidos, atentos. Simplemente ocurre que han cometido el error imperdonable de olvidar, a fuerza de falta de práctica, lo que es la vida. Si les llevas a un vagabundo al despacho en la última planta de un ostentoso edificio, y les comentas su terrible situación, muy probablemente se sorprenderán, se horrorizarán si el caso lo merece, y extenderán un cheque. El problema es que hay que llevárselo a su despacho, porque de lo contrario no forma parte de su realidad. El atentado de ETA en nuestra Universidad irrumpió en nuestro despacho y nos hizo plantar cara al mal sin poder ladear la cabeza y mirar hacia otro lado. Nos sacó, al menos por ese día, de nuestras idas y venidas cotidianas, de nuestros cafés y nuestras conversaciones sobre exámenes y chicos, libros y fiestas. Formamos parte de una sociedad tan ensimismada en su nivel de bienestar, que el mal tiene que golpearnos muy cerca para que reaccionemos.

Sólo en ese caso nos dignamos a salir de nuestro caparazón. Y, ¿cómo es entonces nuestra reacción? La experiencia de este atentado llamó mi atención sobre un fenómeno humano paradójico que se da en nuestra sociedad: es curioso que incluso entonces, en los momentos más extremos, aquellos en los que nuestras reacciones no encuentran precedentes, al ser humano se le hace difícil crear. No sólo vivimos y actuamos muchas veces imitando a los demás en lo que hacemos, decimos y decidimos, sino que incluso sentimos por imitación. No somos capaces de crear sentimientos propios ni siquiera ante la tragedia, funcionamos socialmente, funcionan las convenciones sociales. A lo mejor tú eres lento para construir sentimientos y al ver el humo y los cristales rotos, al principio no sientes nada, pero como todos los demás gritan y lloran, pues tú gritas y lloras también ¿Hasta qué punto nos contagiamos de los demás? ¿Dónde acaba nuestra "imitación" y dónde empieza nuestra verdadera reacción, la reacción de nuestro verdadero yo? Recuerdo que, en el momento en que se produjo el atentado, yo estaba con mi madre y, durante un momento, no sentí ni reaccioné, pero entonces mi madre se preocupó y sintió miedo por mí y yo reaccioné y me preocupé y sentí miedo por otra persona. De este modo, el sentimiento se masifica, se trasmite de unos a otros como una vibración, desdibujándonos.


Y además de esa unificación de manifestaciones, de ese sentimiento de masa que también arropa, está el tema de la hondura y el alcance de esa reacción. La magnitud del problema llevado a la mera anécdota. Nos indignamos, escribimos en el Tuenti "malditos etarras". Comentamos con nuestros amigos, y con todo el que quiera escuchar, que aquel día yo tenía que pasar, yo tenía que estar, yo tenía que aparcar,...Temblamos y nos damos cuenta de lo frágil que es la vida humana. Tratamos de comprender que alguien pasa horas planeando dónde poner un coche, con qué carga, y sin avisar, barajando la posibilidad de crear una masacre. Pero no lo entendemos y entonces lo obviamos, cerramos el paréntesis, olvidamos. Sin darnos cuenta de que precisamente con ello damos fuerza a ese mal gratuito. El hombre es un ser racional, un buscador de razones, que se convierte en filósofo muchas veces cuando el mal le toca de cerca. "¿Por qué me ocurre esto a mí?" Y ante la irracionalidad del mal lo aparta de sí, o lo trivializa, dándole entonces fuerza y espacio. Le deja camino libre porque no lucha contra él, lo ignora. Se toma una pastilla de soma, como sucedía en Un mundo feliz, de Aldous Huxley.

La conclusión que saco del atentado es que tenemos que tener el mal y el dolor en nuestro corazón, no cinco minutos, no ese día o esa semana, sino siempre. Que hay que luchar por tenerlo presente para actuar contra él a la menor oportunidad. Que no nos sea ajeno que ETA ha matado a otras personas, que nos indigne ese problema, no durante un momento, no porque nos haya tocado demasiado cerca, sino como una constante en nuestra vida. Al mal no se le puede regalar el espacio del olvido. Hay que acosarlo constantemente, día a día. Me asusta pensar que volveremos a instalarnos en nuestra cómoda realidad, y que este atentado será una anécdota más que contar a nuestros nietos. Que no nos habrá sensibilizado hacia realidades más amplias, hacia dolores más lejanos. Y la nuestra una existencia de espaldas al dolor y a la muerte. Hasta que nos vuelva a explotar un coche en nuestro párking y pensemos sobre ello durante otros cinco minutos. No más.

Nosotros

José María García Castro
¿Podría haber sido cualquiera de nosotros el que pusiera la bomba? ¿Podríamos haber sido el propietario del coche robado? Quizá podría cualquiera de nosotros haber sido uno de los alumnos que sufrieron directamente las consecuencias de la explosión. O podríamos haber sido cualquiera de los padres o de las madres, las más preocupadas, quizá las que más sufrieron… podría haber sido cualquiera de nosotros el que estuviera en lugar de cualquiera de estas situaciones.

En cualquier caso, el coche bomba no lo ha aparcado junto al edificio central uno de “ellos”. La bomba la ha puesto uno de los nuestros, uno de “nosotros”.
“Nosotros”, es decir, todos, incluyendo cualquier “ellos” imaginable. Así, el que puso la bomba, también podría haber sido el que sufrió sus consecuencias. Mejor dicho: el que puso la bomba, efectivamente, ha sufrido las consecuencias de la bomba. Nosotros -todos “nosotros”, todos “ellos”-, de alguna manera, hemos puesto la bomba y hemos sufrido sus consecuencias.

Cuando se pasea estos días por los alrededores del edificio central, cercado con sus dos cintas rojas y blancas, y se contempla su soledad y su desperfecto y se piensa en lo que nos ha pasado, creo que bien se puede decir: “Y esto es lo que hemos hecho nosotros”.

Sé que son exageradas estas palabras. Parecen exagerar la solidaridad hasta el punto -no es lo que se pretende- de negar la culpa del culpable. Pero también es cierto que algo que define a los grandes hombres y a las sociedades maduras es que asumen como propias las grandezas y las desgracias de los suyos. De todos los suyos sin exclusión. Los hombres magnánimos viven y hacen actual la solidaridad del género humano y se sienten integrados en un “nosotros”.

A veces es difícil aceptar que el hombre que aparca el coche a la derecha del edificio central y lo hace volar por los aires es verdaderamente uno de los nuestros, uno de nuestra familia. Es más sencillo señalarle y gritarle: “tú eres enemigo, tú no eres de los nuestros, sufre porque me has hecho sufrir”. O escribir un cartel como el que este fin de semana un buen amigo leía en un pueblo del norte de Navarra: “La crisis es de ellos”. Sin embargo, el que escribió aquellas palabras divertidas, tampoco deja de ser uno de los nuestros.

No se puede olvidar que, al fin y al cabo, ETA es nuestra y está formada por conciudadanos. Viajamos en el mismo autobús de línea, nos sentamos en los mismos bancos públicos, y llueve para todos cuando llueve. Tenemos el mismo presente. Tenemos la misma historia. Nosotros.

Es verdad que no sabemos qué hacer para no ser vencidos por ETA. Es posible que nada pueda hacerse salvo confiar en los medios que tenemos: leyes, jueces, policía, cultura... Pero es posible también que a muchos se nos ocurran y se nos pasen por la cabeza medios violentos para acabar de una vez con el problema. Métodos prácticos que otros han utilizado dirigidos por la sed de venganza o por el odio. Quizá este redescubrimiento: “nosotros” sirva para reorientar el problema.

No ser vencidos por ETA podría significar de entrada, no aceptar lo que intentan promover, esto es, la utilización de un lenguaje del ellos, la exageración de una diferencia que, aun existiendo, acaba convirtiéndose en una fractura del nosotros. A veces sangrienta. Dirigirse a ETA como si fuera algún “ellos” extraño y enemigo, significaría someterse a su lenguaje, aceptar la primera derrota. Porque el lenguaje del ellos es el lenguaje de la guerra. Y la paz definitiva y la justicia, se conjuga desde el nosotros.

domingo, 7 de diciembre de 2008

Una balanza desequilibrada

Macarena González-Villalobos Rincón


Después de diez días, he intentado imaginar todos los acontecimientos pasados como pesas en una balanza. Una balanza de esas antiguas, con dos platillos de color cobre, ya abollados por el tiempo y el uso, y con una aguja oxidada que trata de marcar con precisión el peso. En el plato izquierdo hay una bomba de más de setenta kilos, un gas que no huele a nada pero que te hace toser sin parar, un montón de cristales rotos, un ala del Edificio Central totalmente carbonizada y muchos coches destrozados. Es un panorama desolador. Pero no podemos olvidar que a la derecha de la balanza hay otro plato que, aunque parezca increíble, desequilibra la balanza en su favor.

Lo primero que hay en el otro platillo es una Clínica. Dentro trabajan médicos, enfermeras, personal administrativo, auxiliares. Cada uno de ellos consigue que sea hasta divertido pasar una noche allí. Son personas que no se limitan a atenderte sin más para que no te ahogues al entrar por la puerta de Urgencias. Detalles como un vaso de leche en la consulta de la neumóloga a las once y media de la noche no pueden dejar de agradecerse.

Hay además un montón de sonrisas que aportan un gran peso al plato, aunque hay quien piensa que no son más que un gesto. No: las sonrisas son materiales en esta balanza, ocupan un espacio y tienen un peso. Su tamaño no importa, como tampoco tiene relevancia si los dientes que muestran son más o menos blancos, o si apenas se ven porque están escondidos detrás de un alambre. Esas sonrisas siempre se valoran, y más aún cuando proceden de una enfermera que viene a cambiarte la mascarilla de Darth Vader a las tres de la madrugada.

Otros que están en el platillo son unos señores que parecen de la NASA: nadie sabe cómo es su cara, nadie sabe cuáles son sus nombres. Llaman la atención en el campus por la novedad que supone su presencia entre nosotros, y a la vez son los que más desapercibidos pasan. Dentro cada escafandra espacial y cada traje de blanco nuclear que daña los ojos hay una persona que hace posible que la Facultad vuelva a ser lo que era.

No podemos olvidar a unos hombres vestidos de verde. Normalmente les conocemos porque son los que riñen a los alumnos de primero que, sin saber que no está permitido, se sientan en las escaleras de la puerta del Central. Es entonces cuando hace su aparición “el de EULEN” y le dice que se ponga de pie y que, si está cansado, se cambie de escaleras para no obstruir la entrada al edificio. Ahora nadie pasa por esa puerta, y los guardias de seguridad se ocupan de que ningún despistado atraviese la cinta de plástico roja y blanca que impide el paso a un recinto que, hace sólo dos semanas, era un hervidero de personas.

También hay agua; y más en concreto, agua de lluvia. La ley que dicta que un litro de agua pesa un kilo también se cumple en esta balanza, y el día treinta de octubre cayeron muchos litros de agua, por eso el platillo pesa tanto. Un aguacero que, por una vez, no fue razón de queja por parte de nadie. ¿Cómo vamos a despotricar contra lo que ha motivado que nadie se pasee por el campus a las once?

Lo que más pesa en la balanza son las personas. La reacción ante los hechos ha sido la de perdonar y volver al trabajo, que es la única manera de demostrar que la violencia no es el camino. Quien hace cabeza nos decía hace una semana que “ahora necesitamos estar más unidos que nunca, apoyarnos unos a otros, para superar juntos esta situación con serenidad”
[1].

Una Universidad. Mi Universidad. Y está formada por cientos de personas unidas ante los problemas: el alumno de tercero de Arquitectura al lado de la becaria que trabaja en Oficinas Generales; un señor catedrático con el jardinero; el rector con los heridos en el atentado; la señora de la limpieza junto a una doctoranda en Derecho Civil; una secretaria frente al guardia de seguridad. Porque la Universidad no es un ente abstracto, ni un conjunto de edificios, ni cuatro paredes que encierran la sabiduría. La Universidad somos nosotros, somos las personas que formamos parte de ella.



[1] A. J. Gómez Montoro, Carta a los estudiantes y profesionales de la Universidad de Navarra, Pamplona, 11 de noviembre de 2008.

El hombre hecho monstruo

Virginia Marín Marín

Eran las once y seis minutos de la mañana cuando estaba en la villavesa un 30 de octubre del 2008. ETA había vuelto a atentar contra la Universidad de Navarra. Los teléfonos móviles no dejaban de sonar. De pronto mi atención se centró en una señora que desesperada lloraba mientras su hija pequeña la observaba asustada.
-“Mamá, pero ¿quiénes querían matar a esas personas?- le pregunta la niña.
- … unos hombres muy malos.-Logra responder la madre abrazando a su hija. La pequeña se enfada y le contesta frunciendo el ceño:
- No mamá, esos no son hombres, son unos monstruos.”

¿Quiénes somos y por qué lo hacemos? ¿Hasta qué punto aquello que ansiamos comienza a convertirse en una amenaza para los demás?
Aquel día comencé a plantearme el concepto de libertad y cómo ésta es capaz de engendrar tanta violencia. En principio, deberíamos contemplarla como una virtud, como ese don que nos permite vivir en un mundo mejor. Ser libres de amar al otro, tener plena libertad para perdonar, sentir el derecho de sembrar la paz con plena libertad. Sin embargo, en el mismo instante en el que tal virtud se convierte en una victoria, en una meta, en una apuesta personal, todo lo tiñe la ambición y el deseo desmedido. Todo exceso se transforma en vicio. Y todo vicio nos lleva a la perdición.

Aquellos monstruos que reconocía la inocente mente de la niña roban la libertad que todavía no les pertenece, intentan apoderarse de una libertad que no existe. Lidian una batalla contra la nada y demuestran su derrota a través de la violencia. Una violencia injusta ya que atentan contra gente inocente y totalmente ajena al campo de batalla que sólo ellos han decidido crear.

Libertad para sentir, libertad para soñar, libertad para expresar, pero no se puede admitir la libertad para matar, porque entonces vuelves a usurpar aquello que no te pertenece. Es en ese instante en el que le arrebatas al otro su libre derecho a amar, a sentir, a soñar, a vivir.

“No importa lo aburrido, cruel o sabio que sea un hombre; él siente que la felicidad es su derecho indiscutible”, dijo en una ocasión la escritora estadounidense Helen Keller. Yo hoy, reflexiono y afirmo que la crueldad de aquellos monstruos y el derecho de alcanzar su feliz objetivo, les infundió satisfacción a cada uno de ellos, y terror a todas sus víctimas. El hombre ama su libertad, pero a veces se excede en sus derechos y termina por destruir todo cuanto le rodea, incluso a su propia persona.

¿A dónde tiene que acudir el ser humano para encontrar la seguridad que otros les quitan? El vivir implica el reto de superar muchas dificultades a lo largo de nuestro camino, pero no tenemos porqué asumir el miedo, ni tampoco adaptarnos a una violencia que nadie comprende. Tal vez, muchas de aquellas personas que vivieron de cerca el atentado ni siquiera conocían quién era ETA, y sin embargo se les obligó injustamente a formar parte de sus planes. Hoy centenares de estudiantes y trabajadores acuden inseguros a sus labores diarias, caminan con miedo por las calles de Pamplona. Desde aquel día un amplio grupo de personas se suman a la larga lista de todos aquellos que temen que se atente injustificadamente contra sus vidas.

Cicerón dejó escrito: “Seamos esclavos de nuestras leyes para que podamos ser los amos de nuestra libertad”. Muchos siglos después, un conjunto de individuos crean sus propias leyes con las cuales pretenden esclavizar a un país para ejercer su propio concepto de libertad. ¿De qué libertad hablan? ¿Del libre derecho de matar? Nos hemos convertido en títeres movidos por los hilos de la violencia y la intolerancia. Juegan con las vidas de las personas y con la misma frialdad se deshacen de ellas a su antojo. Y mientras tanto, sólo podemos abrazarnos a la impotencia de no poder hacer nada, nos sujetamos a un sordo grito de desesperación. En el momento en el que se responde con sangre inocente, nuestra voz se apaga. El miedo nos calla en un ruidoso silencio. Nos quedamos inmóviles esperando al próximo asalto. La esperanza de un cambio favorable se nos roba con la misma facilidad con la que ellos se apropian de las vidas de las personas.

Hoy ya no sabemos qué es ser libres, ya no confiamos en un futuro en el que se pueda vivir sin sentir miedo, ya no sabemos en qué momento los hombres se convierten en monstruos. Hoy muchas de las víctimas del 30 de octubre apoyarán al filósofo Wittgenstein cuando dijo: “Ya no sé porqué estamos aquí, pero estoy muy seguro de que no es para ser felices”

lunes, 1 de diciembre de 2008

Sobre ETA y la banalidad del mal

Juan Eduardo Vargas


He tomado el título de este ensayo del libro de Hannah Arendt, titulado Eichmann en Jerusalén: un estudio sobre la banalidad del mal. En esta obra, la autora, a partir de la captura, juicio y condena a muerte del criminal de guerra nazi, trata de explicar las que, según su criterio, son las principales causasdel holocausto.Una de las cosas que parece llamar la atención de Arendt es cómo un hombre de apariencia sencilla, de aspecto “normal”, pueda haberse convertido en un importante criminal de guerra. Esa condición de “normalidad” es la que hace reflexionar a Arendt y la lleva a hablar, precisamente, de la banalidad del mal. Lo que hace notar magistralmente Arendt es cómo personas relativamente normales, supuestamente tratando de “hacer bien su trabajo”, fueron capaces de hacer y ordenar monstruosidades, sin darse cuenta -aparentemente- de lo que estaban haciendo, sin reflexionar sobre la naturaleza de sus actos. Es, si se me permite la expresión, como si el mal se hubiese “burocratizado”, pasando a convertirse sencillamente en un trámite que había que hacer de la mejor manera posible.

Han pasado ya unas pocas semanas desde el atentado de ETA y rápidamente parecemos haber dado por superado este “lamentable hecho”, como todos calificaron en su momento. A estas alturas, incluso, nos llega a parecer lejano el “incidente”. Si no fuera por la emanación de gases ocurrida una semana después y la consiguiente imposibilidad de ocupar el Edificio Central ya habríamos olvidado por completo el coche bomba. Y todo el ambiente ayuda y promueve a que así sea. Las clases se reiniciaron rápidamente al día siguiente de la explosión, las autoridades llamaron a “volver a la vida normal”, todos los escombros fueron rápidamente removidos y los desperfectos fueron diligentemente reparados. Así, escasos días después, todo parecía haber regresado a la normalidad.Algunos sostendrán que este “olvido” es debido a la capacidad del hombre de acostumbrarse a todo; otros, que la costumbre de convivir con asesinos hace que este tipo de acciones no sean suficientemente sopesadas; otros, incluso, que es bueno olvidar este tipo de hechos para que no dejen secuelas psicológicas. Por las razones que fuera,¿conviene que esto ocurra así?¿Es conveniente “echar tierra” encima de estos acontecimientos, casi como si no hubiesen sucedido?¿No será mejor tenerlos presente, no porque sea bueno que recordemos las barbaridades que otros han cometido, sino porque debemos aprender de ellas? ¿No estaremos, en cierta medida, banalizando el mal, haciendo como si no hubiese existido, como si nos quisiésemos deshacer rápidamente de él? No estoy diciendo que, casi de una manera masoquista, insistamos en recordar, analizar, comentar y desmenuzar las circunstancias que rodearon el atentado. Para nada. Pero parece prudente al menos que se mantenga en nuestra memoria por un tiempo. De la misma manera como nos llama la atención la persona que, habiendo perdido a un ser querido muy cercano, se encuentra en perfecto estado de ánimo y sin aparentes sufrimientos, lo cual nos hace creer que en algún momento esa persona “se derrumbará”, pues aún no ha asumido la pérdida, creo que nosotros, guardando las debidas proporciones, tenemos que“hacer unluto” yconvivir con este accidente por un tiempo. Sólo así podremos realmente superar el atentado, sacar conclusiones positivas para nuestra vida y evitar así que simplemente se convierta en una “anécdota”, en un superficial “yo sobreviví al Central”, como alguno ha propuesto estampar en una camiseta.

¿Y qué hacemos, entonces, para no trivializar este hecho? ¿Lamentarnos todo el día? ¿Lanzar diatribas contra ETA? ¿Pregonar a los cuatro vientos lo que ya todos dicen, es decir, que el terrorismo es una lacra? Mi primera propuesta es que, sencillamente, reflexionemos. Y la mejor forma de hacerlo es escribiendo, permitiendo que nuestros pensamientos trasciendan nuestra interioridad y queden reflejados en un papel, aunque luego nadie los lea. De otra manera, no ordenaremos nuestrasideas y ni siquiera tendremos muy claro qué hemos concluido de todo esto.Mi segunda propuesta, aunque suene descabellada, es recoger, guardar y exhibir algunos testimonios de este atentado. A modo de ejemplo, se podrían haber guardado los restos de algunos de los coches que quedaron reducidos a mera chatarra, no con el fin de causar miedo o impresionar a los alumnos (lejos de eso mi intención, pues de esa manera estaríamos contribuyendo a que el terrorismo cumpla su objetivo, esto es, a sembrar el terror), sino con el propósito de hacer reflexionar a quienes hubiesen pasado delante de esos restos acerca del hombre y de lo que puede llegar a hacer en contra de sí mismo.Podrá discutirse si la universidad es el lugar adecuado para hacer tal exhibición, pero lo que propongo, en resumen, es que en alguna parte se presenten esos testimonios. Con esa exhibición, en último término, también estaremos diciendo que estos atentados no nos amedrentan
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La transformación de la Universidad de Navarra: reflexión tras el atentado

Dámaso Izquierdo Alegría3º Filología Hispánica

A las 10.58 horas del jueves 30 de octubre me encontraba en el seminario del departamento de lingüística de la universidad escribiendo un mensaje, cuando, de pronto, una fortísima explosión me obligó a interrumpir su redacción y a huir entre una gran confusión, incertidumbre y miedo. En principio, yo no debía estar en el antiguo edificio de Bibliotecas en ese momento. Efectivamente, era el primer jueves del semestre en el que me encontraba en la universidad a esa hora, pero el día anterior había decidido que era más conveniente cumplir dos horas como alumno interno los jueves de 10.30 a 12.30. Así comenzó para mí un jueves fuera de lo común, un jueves repleto de casualidades. El azar hizo, además, que me hallase precisamente en el seminario 1230, frente a la pantalla del ordenador que suelo utilizar. Este ordenador se encuentra justo al lado de la ventana derecha, de modo que la distancia que me separaba del cristal que quedó hecho añicos era casi inexistente: los pocos centímetros que ocupa el alféizar. Pero el mismo azar que me hizo rozar el peligro fue el que me protegió de cualquier tipo de daño. Milagrosamente, una persiana veneciana cubría por completo la ventana afectada, así que ni un solo cristal llegó a alcanzarme. En cambio, las otras dos ventanas, cuyas persianas dejaban al descubierto la mitad del cristal, quedaron afortunadamente intactas.

El mismo día del atentado, al reconstruir todo lo acontecido esa mañana, me llamó la atención cómo cualquier objeto de la vida cotidiana se puede convertir en una amenaza que nos ataca o bien en una ayuda providencial. A partir de las 10.58 de aquel día todos los objetos de la universidad se transformaron y dejaron de ser lo que eran. Ya no había aparcamientos, ni ventanas, ni venecianas, sino lugares donde sembrar el terror, armas que podían herirnos y valiosos salvavidas. El atentado transformó incluso a la propia universidad y convirtió a la sede de las ideas, la razón y el pensamiento en el epicentro de la barbarie, la sinrazón y el pánico. Un potente artefacto fue capaz de modificar, no solo nuestras vidas, sino también la misma realidad. En un momento de tal intensidad todo sufrió una metamorfosis tan radical que seríamos capaces de crear un diccionario con nuevos significados para todo aquello con lo que nos topamos en esos momentos. Resulta irónico que la mencionada persiana veneciana que tanto maldecía días atrás porque no lograba protegerme de los rayos del sol, haya sido el instrumento que me permitiera salir ileso de la universidad. Por tanto, incapaz de cumplir la función para la que había sido colocada allí, la persiana consiguió amortiguar la caída de los cristales, situación para la que en ningún momento había sido diseñada.

Una de estas mutaciones que reinaron entre la mayoría de los que nos encontrábamos en el campus fue el significado que adquirió el silencio. En efecto, tan valorado en la biblioteca o en el aula dos minutos antes del atentado, el silencio se convirtió en el peor de los enemigos para nuestros amigos, familiares y conocidos que estaban seguros de que nos encontrábamos en las inmediaciones del aparcamiento. Nuestra sociedad, gracias al teléfono móvil y al desarrollo de las comunicaciones a distancia, ha logrado que el silencio sea una rara excepción. Sin embargo, la avalancha de llamadas que se registraron en ese momento imposibilitó todo contacto con el campus universitario. Ese falta de comunicación fue la respuesta más temida, ya que, acostumbrados a hablar a distancia, la imposibilidad de contactar con alguien inducía a pensar que, cuando menos, esa persona había resultado gravemente herida.

Este nuevo significado del que se ha impregnado la universidad ha sido tan fuerte que, los días posteriores al atentado, algunos estudiantes, entre los que me incluyo, atravesábamos los aparcamientos con miedo e incluso corriendo. Es cierto que con el transcurso de las semanas ese significado del que tristemente hemos tenido que dotar a algunos objetos se ha ido diluyendo, pero, de alguna manera, siempre quedará en nuestra mente su recuerdo. Ante acontecimientos de tal magnitud, el ser humano, como ser simbólico, se resiste inconscientemente a olvidar esas nuevas connotaciones. De todas formas, lo más llamativo es que sea el propio ser humano quien haya dado lugar a esta horrible subversión del mundo. El hombre, cuya función real es la búsqueda de la verdad y de la felicidad, se transforma a sí mismo para convertirse en su verdugo, para traicionar su propia naturaleza. Y es precisamente la razón, la inteligencia que nos distingue de las bestias, aquello que ha sido empleado para superar ampliamente la barbarie de los seres que son irracionales por naturaleza.